jueves, 17 de marzo de 2016

La Puerta Santa en Cuenca

La Puerta Santa

El comienzo del Año jubilar está siempre marcado solemnemente por la apertura de la Puerta Santa, por el Papa, en la Basílica de San Pedro en el Vaticano. Pero en este Jubileo de la Misericordia, el Papa Francisco ha deseado igualmente que haya en cada diócesis una Puerta de la Misericordia, de tal manera que, en todo el mundo, todos puedan vivir ese paso jubilar. En nuestra ciudad de Cuenca también se abrió esta puerta, la cual se encuentra en la catedral de Cuenca.

Historia

La tradición de una puerta santa con ocasión de un jubileo se remonta al siglo XV: según la descripción realizada en 1450 por un tal Giovanni Rucellai de Viterbo, fue el Papa Martín V quien, en 1423, abrió por primera vez en la historia la Puerta Santa de la Basílica de San Juan de Letrán. Sus sucesores, en particular el Papa Alejandro VI en 1499, mantuvieron esta tradición y la extendieron a las cuatro basílicas mayores, es decir, además de San Juan de Letrán, las basílicas de San Pedro en el Vaticano, Santa María la Mayor y San Pablo Extramuros.
Antes del jubileo del año 2000, era costumbre que el soberano pontífice abriera la Puerta Santa de la basílica de San Pedro, después delegaba ese poder a un cardenal para la apertura de las puertas en las otras tres basílicas. El Papa Juan Pablo II rompió con esa tradición procediendo él mismo a la apertura y el cierre de cada una de esas puertas. La de la basílica de San Pedro siempre ha sido la primera que se abre y la última que se cierra.

Simbolismo

En 1975, el ritual de la apertura y cierre de la Puerta Santa fue cambiado para poner de relieve el símbolo de la puerta. En cierto modo, hasta 1975, el rito ponía el acento en el muro  que impedía el acceso a la Puerta Santa en tiempo normal. El rito de apertura consistía, pues, en derribar el muro, lo que subrayaba más intensamente el lado excepcional y jubilar. Así, el simbolismo vinculado al rito utilizaba herramientas de albañilería: el martillo para tirar la pared, la paleta para construir, los ladrillos con inscripciones y las marcas del pontificado, agua bendita para bendecir las piedras y los ladrillos, monedas con la efigie del Soberano Pontífice para permitir la datación de la construcción del muro de la Puerta Santa. La puerta en sí no estaba decorada y consistía tan solo en dos batientes de madera no trabajados.

En Navidad de 1975, el rito del cierre de la Puerta Santa fue modificado. El Papa no utilizó la paleta y los ladrillos para comenzar la reconstrucción, sino que cerró simplemente los batientes de  una puerta de bronce. Aunque el muro que encerraba la puerta del exterior fue reconstruido en el interior de la basílica un poco después, el simbolismo evolucionaba para poner el acento, en adelante, en la puerta y no en la pared. 

Una puerta, en la vida diaria, tiene varias funciones, todas adoptadas por el símbolo de la Puerta Santa: marca la separación entre el interior y el exterior, entre el pecado y el orden de la gracia (Mi 7,18-19);

permite entrar en un nuevo lugar, en la revelación de la Misericordia y no de la condenación (Mt 9,13);

asegura una protección, da la salvación (Jn 10,7).

Jesús dijo: “Yo soy la puerta” (Jn 10, 7). Efectivamente, tan solo hay una puerta que abre de par en par la entrada en la vida de comunión con Dios, y esta puerta es Jesús, camino único y absoluto de salvación. Solo se le puede aplicar a Él las palabras del salmista: “Ésta es la puerta del Señor: los justos entran por ella” (Sal. 117, 20).

La Puerta Santa recuerda la responsabilidad que tienen todos los creyentes de cruzar el umbral:

Es una decisión que supone la libertad de elegir y, al mismo tiempo, el valor de abandonar algo, de dejar algo tras de sí. (cf. Mt 13, 44-46)

Pasar por esa puerta significa profesar que Jesucristo es el Señor, afirmando nuestra fe en Él, para vivir la vida nueva que nos ha dado. Es lo que el Papa Juan Pablo II había anunciado al mundo el día mismo de su elección: “¡Abrid de par en par las puertas a Cristo!”

lunes, 14 de marzo de 2016

Misión de la Iglesia: Evangelizar como la Madre Teresa de Calcuta


Aunque la Madre Teresa ya no se encuentre con nosotros en esta tierra, podemos aún beneficiarnos de su sabiduría

En su audiencia general en la festividad de la Epifanía, el Papa Francisco resumió de forma muy bella la misión evangelizadora de la Iglesia: 


"Como los Magos, también hoy muchas personas viven con el «corazón inquieto», haciéndose preguntas a las que no encuentran respuestas seguras… la Iglesia tiene la tarea de identificar y demostrar cada vez más claramente el deseo de encontrar a Dios que está presente en los corazones de cada hombre y mujer”. Continuó diciendo que “para la Iglesia, ser misionera no significa hacer proselitismo; para la Iglesia, ser misionera equivale a manifestar su propia naturaleza: dejarse iluminar por Dios y reflejar su luz. Este es su servicio. No hay otro camino. La misión es su vocación: hacer resplandecer la luz de Cristo es su servicio".

En unas pocas frases, el Papa Francisco nos ha dado mucho que pensar. Primero, la condición de cada corazón humano: inquietos y con un deseo de encontrar a Dios. Segundo, la misión de la Iglesia: sí, evangelización, pero no una evangelización que ejerza presión o que convenza, sino evangelización recibiendo la luz de Dios y luego reflejándola a los otros. Este medio gentil y amoroso de compartir nuestra fe me parece la manera perfecta de evangelizar en este Año de la Misericordia. Pero ¿cómo podemos vivir esto en una manera práctica?

No tenemos que mirar más allá que el ejemplo de los santos para contestar esta pregunta, y no hay quizás nadie en estos tiempos modernos que nos muestre como recibir la luz de Dios y reflejarla a los demás mejor que la Beata Madre Teresa (que será canonizada en Septiembre este año). Aunque ella ya no esté con nosotros en esta tierra, podemos aún beneficiarnos de su sabiduría a través de las sencillas pero profundas palabras que pronunció.
Sus palabras vinieron de una vida de evangelización, del tipo doble de evangelización a la que se refiere el Papa Francisco recibiendo la luz de Dios y reflejándola a los demás.
Recibiendo la Luz de Dios
1.- “Mi secreto es sencillo. Yo oro.”
La Madre Teresa hizo de la oración su prioridad y el centro firme de su vida y su apostolado. Ella consideraba la oración como el poder que dirigía todo lo que hacía. ¿Estamos dispuestos a tomar tan seriamente la oración?
2.- “Dios habla en el silencio del corazón. Escuchar es el comienzo de la oración.”
Cuando pensamos en Madre Teresa pensamos inmediatamente en su trabajo admirable con los pobres pero ella misma nos dice que sólo quería ser un lápiz en las manos de Dios y que todo lo que hizo fue el resultado de Dios trabajando a través de ella. Para que Dios trabaje a través de nosotros debemos abrir nuestros corazones a Él. ¿Apartamos tiempo diariamente para escuchar a Dios? Incluso si ya tenemos el hábito de orar, ¿estamos dejando lugar al silencio en nuestro tiempo de oración?
3.- “La oración nos dará un corazón limpio y un corazón limpio nos permitirá ver a Dios en el prójimo. Y si vemos a Dios en el prójimo, seremos capaces de vivir en paz, y si vivimos en paz, seremos capaces de compartir la alegría del amor al prójimo, y Dios estará con nosotros”.
Madre Teresa nos dice, basada en su propia experiencia, que los frutos de la oración son un corazón limpio, siendo capaces de ver a Dios en el vecino, paz, amor, alegría y la experiencia de la presencia de Dios. Ella encontró estos frutos mientras trabajaba en condiciones que impactarían a cualquiera de nosotros, entre la pobreza más extrema y el sufrimiento más profundo en el mundo. Y aún así, ella experimentó estos bellos frutos de la oración… ¿Necesitamos más razones para orar?
4.- “La alegría es oración; la alegría es fortaleza; la alegría es amor; la alegría es una red de amor con la que se pueden atrapar almas.”
¿Están nuestros corazones llenos de alegría? Si no, ¿oramos para que la alegría de Cristo llene nuestros corazones? Madre Teresa sabía que sobre todo lo demás, la gente es atraída a la alegría y que esta alegría viene a través de la conversación con Dios. Lo que atrajo gente a Madre Teresa no fue un argumento persuasivo o apologética convincente, fue el hecho de que a través de la oración, ella se llenaba de la alegría que sólo Dios puede dar, y al estar llena de esta alegría, ella no podía evitar reflejarlo a todo el que se encontrara.
Reflejando el Amor de Dios
1.- “Esparce amor en todos los lugares adonde vayas. No dejes que nadie venga a ti sin irse más feliz.”
Nuevamente, Madre Teresa nos recuerda que la alegría es la clave para atraer a los demás hacia Dios. ¿Serían nuestras vidas diferentes si mantuviésemos esto en mente a lo largo de nuestro día – en el tráfico, en el supermercado, en nuestro hogar y en el lugar de trabajo? ¿Cuánta gente podríamos ayudar al esparcir amor en nuestras interacciones cotidianas?
2.- “Si juzgas a las personas no tienes tiempo para amarlos.”
Tantas veces he juzgado a alguien por las apariencias, o por una simple interacción, sólo para descubrir luego que estaba completamente equivocada. Esto me ha enseñado a ser menos crítica. Cada persona que conocemos es hecha a imagen y semejanza de Dios, y Madre Teresa nos recuerda que nadie necesita ser juzgado (después de todo, ¿podríamos juzgar a alguien justamente sin conocer la historia de su vida y todos sus pensamientos y sentimientos más profundos?), pero todos necesitan ser amados.
3.- “Nunca sabremos todo el bien que puede hacer una sonrisa.”
Una de mis citas favoritas de Madre Teresa. Es tan sencilla y a la misma vez una de las citas más profundas que jamás haya leído. Si hemos de comenzar una “revolución de ternura” en este Año de la Misericordia, como el Papa Francisco nos ha pedido, sonreírle a la gente que conocemos y con la que nos encontramos sería un gran lugar para comenzar.
4.- “Quiero que te preocupes por tu vecino de al lado. ¿Conoces a tu vecino del al lado?”
Este es un gran desafío. ¿Conocemos a nuestro vecino de al lado? Madre Teresa va directo al grano. Siempre nos desafía a mirar a las personas más cercanas a nosotros cuando pensemos acerca de amor y servicio. Su ejemplo nos enseña que el amor comienza con los miembros de nuestras familias y con nuestros vecinos de al lado, las personas que están más cerca de nosotros… quienes son comúnmente las personas a las que nos resulta más difícil amar, pero quienes además son las personas a las que Dios puso en nuestras vidas por una razón. Si podemos amarlos, amar a extraños será muy sencillo en comparación. Y, cuando consideramos cómo amar a nuestra familia y a nuestro vecino de al lado, no olvidemos las palabras del Papa Francisco en su nuevo libro, "El nombre de Dios es Misericordia":
“Este es un tiempo para la misericordia. La Iglesia muestra su lado maternal, su cara materna, a una humanidad herida. No espera a que los heridos toquen su puerta, ella los busca en las calles, los reúne, los abraza, cuida de ellos, los hace sentir amados… Yo estoy completamente convencido de esto, esto es kairós, nuestra era es kairós de misericordia, un tiempo oportuno”.

jueves, 10 de marzo de 2016

Cristiano de toda la vida… ¿y no conozco a Dios?



A veces en mi vida siento que no conozco al Padre. Estoy cerca de Dios o por lo menos aparentemente estoy en el mismo lugar en el que Él está. Los demás me asocian a Él. El santuario, mi vida en torno a María, a las cosas de Dios.

Pero entonces puedo sentir que quiero irme. Tal vez porque en la casa del Padre no me siento comprendido, ni querido, ni valorado en mis méritos. A veces estoy a su lado y Él no puede llegar a mí, porque yo no le dejo. Soy ese hijo mayor que sirve siempre, que no engaña nunca, que no es infiel.

Pienso en esa frase de la Apocalipsis: “Estoy a la puerta y llamo. Si me abres entraré”. Pienso que es Jesús que quiere llegar a mí. Y me llama, no desde fuera de mi puerta, sino desde dentro. Está dentro de mí. En mi alma. Mira lo que siento y lo que pienso. Pero yo estoy fuera de mí mismo. Allí mismo pero volcado en el mundo.

Él me llama desde dentro, para compartir mi vida. Para estar conmigo. Y yo voy de un lado a otro perdido en mil detalles, pendiente de mil cosas. Sé que me espera dentro del alma y yo no sé ir. Me cuesta meterme dentro, tocar mi miedo y mi nostalgia, la soledad del alma, los deseos que no se cumplen, esos sentimientos que me turban.


Y Él quiere estar conmigo. Pero tal vez yo no quiero estar con Él. Tantas veces tengo un muro en el alma. Dudo. No confío.

He crecido al lado de Dios, en su casa, con otros hermanos. Pero lo doy por evidente. No valoro la fe que tengo. No he escogido vivir donde vivo. No soy un converso. No he vuelto a casa, porque nunca me he ido. Pero no he hecho mío ese lugar. Y me quejo cuando otros viven de otra forma.

Sé que Dios no puede forzar mi alma. No puede. Se siente atado ante mi dureza. Estoy lejos aunque parezca que estoy cerca. ¿No es verdad que a veces nos aburrimos en la casa del Padre? Estoy allí pero tengo un muro que me cierra. Veo lo negativo. Me quejo. No me siento querido por mi Padre. No hay fiesta por mi fidelidad.

En la parábola del hijo pródigo, el hijo mayor es como el hijo pequeño antes de irse. Está en casa. Pero lejos en su corazón. Se cree con derecho a opinar. Con derecho a poseerlo todo. Juzga. Y le parece mal que su padre acoja. Que lo ponga a él al mismo nivel que al hijo infiel. Él se siente superior. Se siente perfecto.

Decía el padre José Kentenich: “El amor del Padre es un amor justo. Lo es y debe seguir siéndolo. Pero la nueva imagen de Padre ha de desplazar el acento en la dirección del amor paternal misericordioso. Amor justo. ¿Qué presupone? Mérito y fuerte empeño por obtener méritos. Sigue teniendo su razón de ser. Tenemos que hacer algo. Esforzarnos, trabajar, sacrificarnos hasta el máximo. Pero no darle importancia a lo que hemos realizado. Se trata de desplazar el acento. Aún cuando nos claven en la cruz. No le demos importancia a lo que dice nuestro yo. Tampoco a nuestros pecados. A nuestros tropiezos. No dar importancia a lo que aportamos. Pero todo eso no significa que no debamos hacer nada. Al contrario. Hay que hacerlo todo. Pero una vez realizado, no le demos tanta importancia. Queremos ser pobres hijos del padre. Pobres hijos del rey que viven de su precariedad. Pobres pecadores, pero dignos de misericordia en razón de su amor infinitamente misericordioso. Confiamos heroicamente en ese amor”[1].

Me gusta esta reflexión. Hacerlo todo sin darle importancia. Como si no fuera grande lo que hacemos. Como si el acento no estuviera tanto en lo que yo puedo dar y hacer sino en el amor de Dios.

No darnos más importancia que la que tenemos por el hecho de ser hijos de Dios, siervos inútiles, pobres pecadores. No poner el acento en nuestros méritos. No caer en la vanidad, en el orgullo. No creer que merecemos el amor. 

Pero eso sí, amar siempre, amar hasta que duela. En toda circunstancia. Cuando nos resulta y cuando fracasamos. Sin darnos importancia por la entrega y el esfuerzo realizado. Como ese siervo que hace lo que tiene que hacer. Simplemente eso, sin darle mucho valor. Por amor, por misericordia.

[1] Peter Wolf, La mirada misericordiosa del Padre, Textos escogidos del P. Kentenich, 122

FUENTE http://es.aleteia.org